miércoles, 21 de julio de 2010

Paris, 1919: apuntes sobre la Conferencia de París que puso fin a la II Guerra Mundial


El revisionismo histórico sobre las causas de la I Guerra Mundial y también sobre las consecuencias de la Conferencia de París y el trato a los vencidos fue muy importante en los medios intelectuales anglosajones, tanto en los años previos a la II Guerra Mundial como en la Administración Kennedy, muy empapada de Keynes.
En la I Guerra Mundial, igual de culpables que Alemania fueron el Imperio Austrohúngaro y Rusia. Y durante la guerra Francia e Inglaterra, así como las potencias ya mencionadas, actuaron con igual afán imperialista. El problema es que Inglaterra y Francia ya tenían un Imperio mientras que Bismarck, que no estaba interesado en colonias fuera de Europa (incluso alentó a Francia a que consiguiera un imperio y se olvidara de Alsacia y Lorena), unificaba Alemania. Cuando el gigante alemán despertó, se encontró con que el mundo se había repartido: África principalmente para franceses e ingleses; en Asia un poco todo el mundo; y América para los norteamericanos basándose en la doctrina Monroe.
Sobre si el Tratado de Versalles fue el culpable de la II Guerra Mundial, hay que matizar, como hace la historiadora Margaret MacMillan, en su libro París, 1919. Hay que hacer tres distingos: la paz finalmente ofrecida, no sólo a Alemania, poco tenía que ver con los 14 puntos de Wilson; desde el momento en que Inglaterra y Estados Unidos se echaron para atrás en su promesa de proteger a Francia ésta estaba en desventaja demográfica; relacionado con el punto anterior, un Tratado puede ser más o menos duro, pero si fracasa o no depende de la voluntad y la capacidad de aplicarlo: en la década de los 20 y los 30, EEUU e Inglaterra hicieron oídos sordos a las súplicas francesas contra la Alemania de Weimar y Hitler (los franceses pudieron haber actuado en solitario, pero les faltó valor, como les faltó después para luchar con valentía contra los alemanes: la I Guerra Mundial, que se luchó en su territorio, los marcó demasiado y su actitud fue tristísima en la II Guerra Mundial); por otro lado, mientras se celebraba la Conferencia de París los ejércitos aliados iban desmovilizándose y retirándose de Europa, por lo que era muy difícil que pudieran obligar a las naciones a acatar sus dictados.
Como le dijo Henry Wilson, general británico, a Lloyd George: "La raíz del mal está en que el decreto de París no rige". Lo mejor del libro de Margaret MacMillan es el espacio que dedica a lo que ocurría en París y simultáneamente lo que ocurría en las nuevas naciones que surgían de los imperios austrohúngaro y otomano, más que en lo referente a Alemania.
Los protagonistas
W
ilson: el norteamericano actuó en Europa con una falsa superioridad moral (no aceptó el término "aliado" y siempre se consideró "asociado" a Francia e Inglaterra, sin embargo, la doctrina Monroe era innegociable) y sus 14 puntos, en los que se hablaba de autodeterminación y una paz sin vencedores y vencidos en la práctica resultaban imposibles. Hay que decir que Wilson no tenía ni idea de Europa (ya a su vuelta a Estados Unidos explicó que no sabía que en Europa había naciones y nacionalidades), que aceptaba que Alemania perdiera Alsacia y Lorena y que, de alguna manera, pagara económicamente por la guerra. También es cierto que muchas de sus estupideces tuvieron que ver con el hecho de que esperaba que la Sociedad de Naciones solucionara los conflictos y que su propio país no votó su entrada (eso sí, despreció a los republicanos no llevándose a ninguno con él a París, a pesar de que habían apoyado la entrada en guerra, además de a muchos demócratas que luego se vengaron).
Clemenceau: su obsesión siempre fue Alemania. De joven había luchado contra el ejército prusiano aun cuando Francia se había rendido. Se dice que pidió que lo enterraran de pie y mirando a Alemania. En la Conferencia de Paz le interesaba castigar todo lo posible a Alemania porque sabía que su industria y su demografía continuaban siendo superiores a la francesa. Así mismo quería crear estados fuertes al este de Alemania que la obligaran a una guerra en dos frentes. Aunque recuperó Alsacia y Lorena, y consiguió la desmilitarización de Renania, desde el momento en que Inglaterra y Estados Unidos faltaron a su promesa de ayuda, estaba en desventaja. Foch, el francés jefe de los ejércitos aliados, exigió que el Rin fuera la frontera de los dos países e, incluso, dividir Alemania en varios estados como antes de 1870. Si Clemenceau no hubiera tenido más de sesenta años cuando la I Guerra Mundial, habría parado a Hitler en la década de los 30. Valor no le faltaba.
Lloyd George. Estamos acostumbrados al Lloyd George pro Hitler de la década de los 30, pero aquí estaba en plenitud de condiciones. Con un conocimiento bastante incompleto de Europa Central y del Este y con su apoyo a árabes y judíos creo problemas todavía no resueltos. Pero lo más importante es el peso que adquirieron las antiguas colonias en la firma del Tratado: Sudádrica, Nueva Zelanda y Australia se mostraron mucho más exigentes que él (la igualdad racial que pedía Japón no se consiguió principalmente por Australia y Nueva Zelanda), mientras que Canadá siempre intentaba que Estados Unidos e Inglaterra se llevaran bien.
La derrota de AlemaniaLos alemanes se basaron en más de un equívoco tras la I Guerra Mundial y que dio lugar al mito de la "puñalada en la espalda." El primero fue que, como la guerra nunca se desarrolló en suelo alemán, los soldados volvieron a casa y fueron recibidos con flores. Alemania no se consideró derrotada militarmente. Sin embargo, el frente occidental, que durante un par de años se movía unos metros, los aliados comenzaron a hacerlo avanzar kilómetros. Todos los aliados de Alemania se habían rendido y Luddendorf había pedido al Kaiser un par de meses antes de la rendición que siguiera su ejemplo. Los aliados debieron ocupar Alemania como hicieron tras la II Guerra Mundial, pero sólo el general norteamericano apostó por ello. Por otro lado, Alemania se rindió a Estados Unidos y sus 14 puntos. Pero esta rendición no fue aceptada por Inglaterra y Francia, y Alemania también se rindió a ellos sin condiciones. Entre el pueblo alemán nunca estuvo claro con qué condiciones se habían rendido. Uno de los firmantes del Tratado de Versalles fue después asesinado.
El mundo que quedaba
Tras Versalles (aunque no siempre a consecuencia del tratado porque las tres potencias (más Italia) no fueron capaces de ponerse de acuerdo entre sí ni de obligar a los demás países), unas 30 millones de personas se convirtieron en minorías.
En parte era lógico en la Historia de Europa, y quizá no hubiera ocurrido nada si al final del siglo XIX no hubiera comenzado la época de los nacionalismos asesinos.
Tomemos el caso del Imperio Austrohúngaro: de él surgió Austria, Hungría, Yugoslavia (parte), Checoslovaquia, etc. En Checoslovaquia estaba la región de los Sudetes, que nunca había sido alemana (Alemania es un invento de 1870), pero donde vivían tres millones de alemanes. En el viejo Imperio Austrohúngaro eran una elite; en la nueva Checoslovaquia comenzaron campañas para que olvidaran lengua y costumbres. No fueron los únicos los checos, pero cuando llegó Hitler al poder se encontraron con un problema enorme. Polonia, por otro lado, soñaba con el territorio que le perteneció en los siglos XVI y XVII. ¿Qué pasó? Le quitó terreno a dos gigantes: Alemania y Rusia que en la II Guerra Mundial se la merendaron. Polonia, como todos los demás países, llegó a la Conferencia con mapas trucados y cifras demográficas falsas. En bastantes puntos tenía razón: pero su argumentación abusaba de los derechos históricos (lo de los derechos históricos no es sólo una gilipollez española) en determinados territorios y de la autodeterminación en otros). La Hungría de Benes (que no tenía muchas luces: quería convertir las iglesias en cines) salió malparada contra todos los países vecinos que la invadieron sin que durante mucho tiempo los aliados (que le tenían manía) pudieran o quisieran hacer nada. A Grecia, y a su mandatario Venizelos (el único que caía bien a todo el mundo) se le animó a que conquistara la parte europea del Imperio Otomano (él soñaba con Constantinopla), aunque era un bocado demasiado grande para Grecia, y la matanza de Esmirna aglutinó a la nueva Turquía de Ataturk (sin embargo, los aliados, a pesar de lo sensibilizados que estaban por el genocidio armenio fueron incapaces de ayudar a este país que acabó engullido por la Unión Soviética; tampoco pudieron hacer nada por los kurdos y todavía heredamos el problema). Yugoslavia se formó entre eslovenos, croatas y serbios. Los eslovenos y croatas eran más, pero los serbios tenían ejército y, al final, no fue una auténtica unión como se ha visto tras la muerte de Tito. Con la Unión Soviética nunca supieron qué hacer. Y las consecuencias de las promesas a Faisal y la Declaración Balfour ocuparán parte del siglo XXI.
Sin embargo, como dice Margaret MacMillan entre 1919 y 1939 hubo veinte años. No se puede echar toda la culpa de lo que ocurrió posteriormente a la Conferencia de París.
Dos anécdotas:
- El meapilas de Wilson le preguntó al ministro de Nueva Zelanda o Australia si en una isla, que pertenecía a Alemania y se iban a anexionar, podían ir los misioneros protestantes. La respuesta: "Sí, claro, a los nativos hay días que les falta carne humana".
-El representante de Alemania en París era un aristócrata, de la familia Rantzau, se decía que un antepasado suyo fue el padre de Luis XIV. Cuando se lo preguntaron, respondió: "Oh, sí, en mi familia a los Borbones se les ha considerado una rama bastarda de los Rantzau durante los últimos trescientos años".
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